Nuestra misión: fusilar a las que creíamos inútiles.
Carguen...
Apunten...
¡Fuego!
Comenzaron a sonar los disparos, los casquillos rebotando contra el suelo, los impactos en la carne de las elegidas, los gritos de dolor y los suspiros de alivio. Una tormenta de verano horizontal que igual que vino se fue.
Poco a poco se disolvió la cortina de humo y allí estaban las diecisiete. Cinco de ellas yacían en el suelo acribilladas por las balas sobre un charco de sangre. Alguna había que se mantenía en pie a duras penas mientras tapaba con una mano el impacto del proyectil en un hombro o una pierna. Muchas salieron ilesas y lloraban y reían a ratos, debatiéndose entre el dolor por la pérdida de sus compañeras y la emoción, aún incrédula, por su macabra suerte.
Lo que ellas ignoraban es que a veces el Sargento, después de un buen fusilamiento, aún desenfunda su pistola, dirige el cañón directamente al pecho de alguna de las supervivientes y aprieta el gatillo con una sonrisa de satisfacción en los labios.
Descansen en paz las rosas caídas.